lunes, 13 de julio de 2015

Poesía: Una rosa amarilla

Si aparece a mi puerta un pibe
con la ropa sucia, descalzo
con cara de delincuente
y un fajo de hojas bajo el brazo
y sobre estas un poema
un poema escrito por el pibe
durante penosas noches
en su casucha, en la miseria de una villa
asediado por moscas
acariciado por cucarachas
aspirando los hedores de la basura
bebiendo un vaso de agua turbia
con el cuerpo de su padre
roncando su borrachera desde el suelo
y los gritos de su madre
golpeando a sus siete hermanitos
que lloran y aúllan como cuervos
y en el poema
en el centro del poema
hay una rosa amarilla
entonces ese pibe para mí es Cervantes
para mí es mejor que Vallejo o Neruda
yo le doy el premio Nobel de Literatura
y también denle, en el combo, el de la Paz
porque es fácil ser un puto burgués
nacido en una campiña afrancesada
o en una casa con amplio jardín
y escribir un poema
sobre una rosa amarilla
es hurtar a tu entorno
es robarle a la naturaleza,
pero hay que tener una destreza única
una imaginación prodigiosa
para haber nacido y crecido
en la miseria de una villa
rodeado de indigencia
cercado por muros de ladrillo y chapa
por murallas de iniquidad
sacudido, apaleado, machucado,
por los golpes de la vida
esos que son tan duros, ¡yo no sé!
y aun así imaginar
imaginar
una rosa amarilla.


Escrito original: 27 de febrero de 2015

miércoles, 1 de julio de 2015

Lectura pública en un banco que se convirtió en pecera


Dedicado a las víctimas de la inundación producida en La Plata entre el 2 y 3 de abril del año 2013.


La cola, ese segmento sólido de hombres y mujeres apurados, hastiados de esperar de pie, salía por la puerta principal, se curvaba en la esquina y se agolpaba sobre el lateral del banco, del lado de afuera, extendiéndose casi hasta mitad de cuadra. Tengo para una hora y media, o dos horas, pensó el hombre, resignado. El aire estaba cargado de humedad, turbio y asfixiante; no tardaría mucho en largarse la tormenta. Llenó su cuerpo, en una aspiración profunda, con esa atmósfera casi líquida, como agua en estado gaseoso, que le hizo toser. Abrió su bolso, sacó un libro y se puso a leer. Cada tanto pasaba su vista distraída por el cristal que separaba el exterior del interior, y veía sombras, siluetas como fantasmas, unas tenues, con suaves contornos, pequeñas, de cuerpos enteros en miniatura, mezcladas con otras, más borrosas, fugaces, partes de cuerpos, una cabeza o un torso agigantados, que se superponían con los cuerpos enteros y ocupaban un mismo espacio. Avanzó dos pasos. Una hora y cuarenta y cinco minutos, como mucho.

Un estruendo hizo crujir al cielo ennegrecido, estremeció en temblores al vidrio donde vibraron las siluetas, y entonces todo, los ríos y los mares, las constelaciones y los planetas, las casas y las piletas, el universo con sus ciclos que se cuentan en billones de años humanos, todo se desplomó de esos parches negros que estrangulaban al cielo. La lluvia, repentina y terrible, descendió con tal fuerza que, al hacerlo, rebotaba sobre el piso, dando la impresión de estar lloviendo de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, una tormenta que empapaba en todas las direcciones. El hombre abrazó el libro, lo metió entre sus ropas. Fue menester destrozar al ciempiés humano y hacer entrar a sus segmentos, sus partes fragmentadas y desordenadas, adentro del banco.

Gentes de ropas empapadas, zapatos embarrados, pelos chorreantes, maquillajes corridos, caras largas, muy largas, por la espera, por el hastío, por sus ropas, por sus zapatos, por sus pelos. Una señora muy vieja, con andador y el cuerpo entero hecho una gran arruga humedecida, lloraba al compás de la lluvia, gimiendo al unísono con los estallidos celestes. Eso adentro. Afuera, lo poco que se veía mostraba un espectáculo aún más desolador: el nivel del agua subía, incontenible; la esquina de 2 y 60 era ya un río estancado que crecía a cada segundo, y por 60 descendía un torrente furioso que arrastraba perros, árboles o ramas enormes, y algún que otro automóvil con el agua hasta las ventanillas. Pero la lluvia caía tan abundante que creaba una cortina de agua, limitando la visión hacia afuera, aislándolos a todos en el recinto bancario. Se le cedieron los asientos a la gente mayor, pero no alcanzaron, pues eran mayoría allí adentro. Estadísticamente, pensó el hombre, hay más posibilidades de que se produzcan un par de muertes acá adentro por la edad, que allá afuera por la tormenta. La señora muy vieja seguía llorando.

Entonces, iluminado vaya uno a saber por qué inspiración del mundo de la locura, tratando de calmar o curar vaya uno a saber qué cosa, la congoja de las personas o la furia de la tormenta, el hombre alzó su libro, lo elevó por encima de todos, lo abrió en el principio y se puso a leer en voz alta. Terminó un breve párrafo y se detuvo para mirar a los demás. La muy vieja había dejado de llorar y se esforzaba inútilmente por interpretar ese manchón sobre el libro que serían título y nombre del autor, bajo ese otro manchón que había de ser el rostro del joven que leía. Adentro flotaba algo que no era silencio, sino un murmullo, como el ruido de la estática de un televisor o una radio vieja. Bajó la vista al libro, una novela de Juan José Saer, y siguió leyendo. Afuera el nivel del agua pasaba la altura de la puerta, por lo que todos se sentían adentro de una gran pecera invertida, o como si hubiesen arrojado al banco entero al fondo del mar.

El hombre leyó una página completa y volvió a detenerse. Observó a su alrededor. El guardia de seguridad miraba confundido ese cartel de prohibiciones que se había ido agrandando con el paso del tiempo y que ya ocupaba tres cuartos de una pared, que prohibía, junto al clásico “uso del teléfono celular”, llevar gorras, lentes oscuros, zapatillas de colores brillantes, bolsos demasiado grandes, auriculares puestos, barbas sospechosas, bigotes manchados, uñas pintadas de rojo o magenta, pelo suelto las mujeres, cara de delincuente los hombres (vaya uno a saber lo que eso último significaba, era como esos caleidoscopios en los que cada uno ve formas diferentes: ellos las veían en ciertos clientes, el hombre lector las veía en todos los empleados del banco), lo miraba el guardia, decíamos, buscando alguna forma de impedirle al hombre que siguiera leyendo, pero nada decía allí sobre libros o lecturas públicas en el medio del banco. Además a las personas parecía gustarle la voz cálida, un poco enternecida, del hombre que narraba, contaba, simulando las voces de los personajes, como pareciendo ignorar que afuera el mundo ya no existía, que hasta el más alto de los edificios estaba sumergido bajo el agua, que todo lo que quedaba del planeta Tierra y sus habitantes estaba contenido allí, en esa nueva Atlántida financiera, en el banco. Teniendo en cuenta las limitadas operaciones que podían conjurarse adentro de esa pecera, era lindo escuchar la ficción de un hombre que podía pasear, desplazarse, visitar a otros; incluso la idea de un té con dos cucharadas de azúcar parecía una fantasía inalcanzable.

Quizá era de noche, quizá no. La luz, natural o artificial, había muerto, junto a la humanidad, con la tormenta. El hombre seguía leyendo, gracias a los tenues albores rosados que desprendían los billetes, los cheques, los formularios y demás papeles inútiles al quemarse en el centro del recinto bancario, mientras los oyentes, en ronda alrededor del fuego, calentándose como podían, escuchaban atentamente, sumergidos en la historia como lo estaban en el fondo del agua. Lo único que sobrevivía del mundo moderno, vaya uno a saber cómo o por qué, quizá como una gran ironía, era el cartel luminoso de leds rojos que se utilizaba para señalar el número de caja disponible. Alguno de los empleados del banco, atento seguidor de la lectura, sincronizaba el número rojo con el capítulo que estaba siendo leído en ese momento. La muy viejita se quedó dormida para siempre tras haber escuchado, como últimas palabras, «el tiempo no estaba constituido por esos días monótonos e iguales que lo llevaban a uno insensiblemente a la tumba, que corroían de un modo secreto la materia de nuestra vida, sino por esos cambios profundos, esos momentos de plenitud en los que todo el pasado indistinto y gris y el incierto futuro, parecían cambiar de sentido», con el suave rojo de la caja número 5 alumbrándole la sonrisa. Un rezo por la difunta, un responso a la muy vieja.

Dos semanas después, varias lecturas repetidas más tarde, como si el mundo, o al menos la esquina de 2 y 60, fuese una gran pileta de baño tapada que succiona lentamente el líquido que la colma, así, despacio pero incesante el agua se fue para otro lado, quién sabe a dónde, a humedecer otras sequedades o ahogar otras muertes. Con esfuerzo se abrió la puerta del banco, tupida de algas y líquenes marinos, y salieron a la vereda, a mirar un poco al mundo después de la inundación. Sobre 60 aun corría el agua torrencial, arrastrando cosas indescifrables. Ya mis ojos son barro en la inundación, que crece, decrece, aparece y se va, pensó el hombre lector, aunque sin saber muy bien por qué lo pensaba. Enterraron a la señora muy vieja, con su sonrisa tierna adornándole el rostro verde de tan descompuesto, en la rambla de 60, cruzando la calle a los saltos, con el agua por las rodillas. El sol brillaba con fuerza bien arriba, quebrando con sus rayos los pocos parches oscuros que quedaban en el cielo. En pocas horas el mundo entero estaba seco otra vez. 

Toda la humanidad había muerto ahogada, solo quedaban, sobrevivientes en su arca financiera, los clientes del banco. Los últimos hombres, un grupo de viejitos y viejitas que ya no podían perpetuar la especie. Primero amagaron con volver a formar la cola del banco, pues no sabían qué otra cosa hacer, pero luego miraron hacia arriba, al sol. Uno se fue a sentar al pasto y se puso a mirar los pájaros. Otro empezó a caminar sin rumbo, tarareando fuerte una canción de su infancia. Otros dos, señor y señora, se acercaron tímidamente y se pusieron a bailar un tango eterno en el medio de la calle, mientras un tercero marcaba el ritmo golpeando un tacho de basura. El lector, con su único libro, se disponía a releer, qué otra cosa podía hacer, cuando, de lo profundo del banco, del sector de las cajas que había escapado a su vista por lo tenue de la luz del fuego (los billetes y los cheques iluminan poco, aun cuando arden) y por su concentración en la lectura, salió, apareció, nació, creció, brotó una bella muchacha. Se miraron. Le había gustado su lectura. Yo cambiaba el número de las cajas, le dijo. Había estudiado una tecnicatura en ciencias económicas y trabajaba en el banco, pero la seducía la literatura. Le tocó la mano. Eva se llamaba. Justito el nombre, parece una joda, pensó el hombre. Le pidió que le leyera una vez más, solo a ella. ¡Oh, lector! ¡Oh, Eva! ¡Oh, humanidad! 

viernes, 26 de junio de 2015

Cerca de la revolución mental

Faulkner es un pez.

Si estas palabras te pudieran dar fe,
si esta armonía te ayudara a creer,
yo sería tan feliz, tan feliz en el mundo, 
que moriría arrodillado a tus pies. 
(Cerca de la revolución, Charly García) 


De entre todas las revoluciones posibles, planetarias, políticas, sociales, industriales, tecnológicas, él había experimentado, en los últimos años, una serie de revoluciones mentales a causa de la literatura. Marcas, zanjas profundas en la conciencia que separaban el pasado de algo nuevo, único, desconocido hasta ese momento. Revolucionario. Revolucionariamente. Revolucionada-mente. Mente revolucionada.

La primera revolución se llamó Borges. Lo leyó de forma prematura, casi virgen de capital cultural, antes de haber leído todo lo que debería haber leído para entender ese universo de referencias literarias, culturales y filosóficas. Pero lo poco que pudo aprehender, la corteza de toda esa profundidad, le produjo una revolución neuronal. En lo que luego se conocería entre las sinapsis y las conexiones neuronales como «la masacre borgiana», miles de neuronas murieron en un maniático frenesí, sacudidas, explotadas de emoción, confundidas otras, preguntándose “¿por qué nosotras?”, agobiadas en su intento de cargar con tanta complejidad. Lo primero que cruzó bajo su mirada, en un viaje en el colectivo 242 hacia el centro de Ramos Mejía, fue el cuento «La lotería en Babilonia», del libro «Ficciones». Siempre guardará la impresión que le causó, lo increíble de este osado señor que le presentaba, en escasas páginas, una perfecta metáfora del caos y el azar. Filosofía pura, pensó. Nada de barata; ni tampoco llevaba zapatos de goma. Siguió «La biblioteca de Babel», otra explosión psicológica de la que aún hoy, muchos años después, no se puede recomponer. Recuerda haberle contado a su novia: este tipo, este brujo de las palabras, elige un tema profundamente filosófico o metafísico o qué se yo, como El Infinito (así, con mayúsculas) o El Tiempo, y lo expande, lo investiga, lo interroga, penetra, se mete, como un relojero, o un niño desarmando sus juguetes, y se sigue metiendo, se entierra más y más y saca a la luz cosas nuevas, hasta que construye un universo autónomo de ideas, y con todo eso crea cada uno de sus cuentos. Recuerda una noche en las vísperas de un año nuevo, cuando vivía en La Plata en una casa prestada, lo que comenzó como una intención de hacer tiempo para que el dueño de esa casa, que había ido a pasar un fin de semana ahí, volviese a su otra casa en Buenos Aires, terminó con él, a las cuatro de la mañana, sentado en un banco de plaza de la puerta de una heladería ya cerrada, compenetrado con las últimas líneas de ese «Ficciones» del que no podía desprenderse, tras haber pasado, unas horas atrás, por una serie de lecturas casi ininterrumpidas en el asiento de su auto, o en una mesita al aire libre del bar Duff, donde en el resto de las mesas, grupos numerosos de personas brindaban por el nuevo año que llegaba, mientras que él, solo, con un jarro helado de Heineken al lado, viaja en tren hacia «El Sur» de la mano del viejo narrador, y lo invitan a brindar, la dueña del bar, sentada en una mesa llena de gente y cervezas, lo ve solo y lo invita, él agradece y se niega, lo siento pero no puedo dejar de dialogar con este hombre; incluso recuerda responder a un “pero estás solo”, con un “no, no podría estar mejor acompañado”. En pocos días terminó «El Aleph», completando la primera revolución. Luego, en pocos meses, agotó la obra entera, con todos sus cuentos, poemas, ensayos, y si bien ninguno volvió a trastornarle los sentidos como aquellos dos libros iniciales, si bien tras toneladas de otras lecturas que siguieron se fue alejando del anciano maestro, encontró una obra y un autor que, para bien o para mal, se harían carne en él. 

La segunda revolución se llamó Faulkner. Llegó en forma de reto, de prueba a superar. En algún lado, una clase de literatura probablemente, escuchó que habían dos autores muy difíciles, casi imposibles de leer: Faulkner y Joyce. A las pocas horas estaba sentado junto a una estufa viajando lejos, al condado de Yoknapatawpha, con una edición viejita de «Mientras yo agonizo» (siempre creyó que debería omitirse ese “yo” en la traducción), recién sacada de la biblioteca. Esta segunda revolución empezó en forma de sensación: nunca antes había sentido, al momento de leer, al narrador parado encima de su pecho, aplastándole el tórax y, cada tanto, desde esa posición tan cómoda, dándole patadas en la cabeza. Así que una novela podía ser narrada por muchos, casi todos sus personajes, cada uno contando un pedacito de la historia; incluso por el joven Vardaman, que cree que su madre es un pez. Siguió, al poco tiempo, «El ruido y la furia» y su incontable abanico de procedimientos formales que le produjeron una extrañeza única: flujos de conciencia, relatos fragmentados, saltos espaciotemporales, incluyendo toda una parte inicial espectacularmente compleja donde el narrador es un retrasado mental que cuenta sus impresiones sensoriales valiéndose de su limitada intelección. Por esos tiempos comprendió que estaba ante un autor único, diferente, experimental, complejo, profundo, ante libros que, para captarlos en su completitud, si es que tal cosa existía, debería leer y releer hasta que se le secasen los ojos. Todo esto lo confirmó cuando llegó a sus manos, por recomendación de uno de sus mejores profesores, un muy querido colega, una especie de deidad de la literatura norteamericana, el libro «¡Absalom! ¡Absalom!». Párrafos inmensos que parecen nunca terminar, con oraciones subordinadas y más subordinadas y paréntesis adentro de otros paréntesis, historias adentro de historias adentro de otras historias, un diálogo entre dos estudiantes donde uno de ellos le cuenta al otro acerca de algo, que a su vez le había contado su abuelo, y que a su abuelo se lo había contado un vecino, y que el vecino lo había vivenciado de primera mano, y ese algo es la historia de un hombre salvaje que, en un encuentro con otro hombre, le cuenta su infancia, y entonces leemos la infancia del personaje, las cosas horribles que le habían sucedido, y de golpe ¡plaf!, se rebobina la cinta y recordamos que estábamos en la habitación de una universidad, asistiendo al diálogo entre dos estudiantes. Y sin aviso salta a la charla con el abuelo. O al diálogo del abuelo con el vecino. Y así, saltos sin explicación, sin aviso, entre escenas, un libro escrito a principios de siglo XX con recursos de cualquier película moderna. Siguió «Luz de Agosto», quizá el menos complejo, el que recomendaría a cualquier lector no interesado en lo experimental. Y luego algunos cuentos, como «Una rosa para Emily», una breve muestra en clave gótica de la maestría del narrador sureño. 

Experimentó otras revoluciones menores, con una fuerza más sutil que las dos ya mencionadas. De niño, la primera, siendo muy pequeño, Quiroga y sus «Cuentos de la selva». Guarda una anécdota: transcurre en un supermercado Carrefour, está haciendo las compras con su madre, él se detiene en el área de juguetes, su madre lo autoriza a quedarse allí mientras ella va a buscar otras cosas, siempre y cuando no se mueva de ese preciso lugar, la madre se va, vuelve y él no está; comienza una búsqueda desesperada que alcanza su punto más interesante cuando su nombre empieza a sonar por el altoparlante, hasta que la madre lo ve: está en el área de los libros infantiles, emocionado, hojeando un pequeño tomito de los cuentos de la selva. El resto de las revoluciones menores, ya adulto, incluyeron a Virgilio en su «Eneida», a Rulfo y sus dos extraordinarios libros (deberá cargar, por siempre, con el peso de haber conocido a «Pedro Páramo» por su novia, pero siempre se sentirá orgulloso de que «El llano en llamas» sea todo suyo), a su querida Virginia Woolf y sus novelas experimentales de la vanguardia de entreguerras, a Vargas Llosa en su «La ciudad y los perros», a Donoso en su «El obsceno pájaro de la noche», a Conti en su «En vida» y en muchos de sus cuentos, y en el campo de la poesía, quizá una revolución más importante que todas las demás, por ser la que introdujo de forma fulminante, como un shock al ser, la poesía en su vida, el gran Vallejo. 

Revoluciones. Lo asaltan en momentos inesperados, dejan huellas perdurables, lo llenan de algo nuevo, lo transforman, lo convierten en algo que antes no era y que ya no podrá dejar de ser. Revoluciones. Nunca cesan, nunca terminan de presentarse, son el producto inevitable de su curiosidad y de la genialidad de los demás. Hay una esperando a la vuelta de la página. Nuevamente, está cerca de la revolución. Una se le aproxima. Quizá. Una de nombre… ¿Saer?

miércoles, 24 de junio de 2015

Las papas fritas de Proust

Nada de magdalenas. El verdadero invento
 francés son las papas a la francesa.
Hacía ya muchos años que no existía para mí Ramos Mejía más que como un lugar remoto y casi olvidado, cuando un día de invierno, al volver a casita, mi vieja, viendo que yo estaba cagado de frío, me obligó a que morfara, en contra de mi costumbre, un plato de papas fritas. Primero dije que no; pero luego, andá a saber por qué corno, acepté. Mi vieja me trajo unas papas fritas caseras, largas y gruesas, de formas irregulares, cortadas a mano, hundidas hasta el ahogamiento en aceite y cubiertas por una nevada de sal fina. Y muy pronto, del orto como estaba por el día de mierda que había pasado y por la perspectiva de otro aun más choto por venir, me llevé a la boca una larga papa frita que había agarrado con la mano. Pero en el mismo instante en que aquella papita, con su textura crocante, crujió en mi paladar, se me llenó el culo de preguntas, por haber captado algo muy zarpado que ocurría adentro mío. Un tremendo placer me colmó, me desgarró, sin tener la más puta idea de qué lo causaba. Y él convirtió a todas las mierdas de la vida en cosas indiferentes, sus cagadas en la nada misma y su brevedad en un chamullo, igualito a cómo funciona el sexo, cargándose hasta el tope de una esencia preciosa; pero, hablando mal y pronto, esa esencia no es que estuviera en mí, sino que era yo mismo. Dejé de sentirme un boludo, un cero a la izquierda y un muerto en vida. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan zarpada? Me daba cuenta de que iba unida al sabor de las papas fritas, pero era mucho más grosa y no debía ser la misma cosa. ¿De dónde mierda venía y qué corno significaba? ¿Cómo hacer para entenderlo? Me morfo una segunda papita, pero no me dice más que la primera; luego una tercera, y ahora menos que menos. Basta de morfar, parece que lo bueno de estas papas está decayendo. Está clarísimo que la verdad que yo busco no está en ellas, sino en mí. La papa frita la despertó, pero no tiene idea de cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad y más colesterol, ese no sé qué que no sé interpretar y que quiero volver a sentir dentro de un cachito y encontrarlo tal cual a mi disposición para llegar a una aclaración de una vez. Dejo las papas fritas y me vuelvo hacia mi alma. (¿Creo en el alma o uso el término para referirme a la porción idiota de mi cerebro?). Ella es la que tiene que cachar a esta verdad. ¿Cómo carajo? Tremenda incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que anda buscando, es el mismo rincón sucio y oscuro donde tiene que buscar, y nada le sirve para hacerlo. ¿Buscar? No sólo buscar, también crear.

Y de golpe el recuerdo aparece. Ese sabor crujiente, irregular, salado y baboseado de aceite es el que tenían las papas fritas que mi abuela Isabel me preparaba, después de cortarlas con sus propias manos y cocinarlas con su amor maternal de abuela, los sábados por la noche en Ramos Mejía (esos veranos que pasaba en su casa, los sábados que volvía tarde de la pileta de natación), cuando íbamos a cenar juntos en el comedor. Ver las papas fritas no me había hecho acordar de nada, antes de embucharlas; quizá porque, habiendo visto tantas, sin comerlas, en las cadenas de comida rápida o en los paquetes de los supermercados, su imagen se había separado de aquellos días en Ramos Mejía para engancharse con otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos que hace bocha se dejaron afuera de la memoria no sobrevive ni uno y todo se va haciendo mierda!; las formas externas, como aquellas de fálico amarillo de las papas fritas, con sus cortes y texturas, adormecidas o anuladas, habían perdido el empuje poderoso que las impulsaba hasta la conciencia. Pero cuando no queda nada del viejo pasado, cuando ya se murieron los que querías y todas las cosas yacen desparramadas como bosta, solitos, más frágiles, más vivos, más zarpados y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran como nada, y se acuerdan, y esperan, sobre los escombros de todo, y se aguantan sin caerse, en su impalpable trocito, el tremendo edificio del recuerdo.

Apenas reconocí el gusto del pedazo de papa frita crocante, aceitosa y empolvada en sal que mi abuela me preparaba (aunque todavía ni en pedo me había dado cuenta y tardaría mucho en avivarme de por qué ese recuerdo me ponía tan contento), la vieja casa color verde agua, con su puerta de madera, su jardín brotado de plantas y flores, sus verjas bajitas, con fachada a la calle Chubut, vino a mis recuerdos; y con la casa vino el barrio, el grupo de amigos de la infancia, con quienes jugábamos desde la mañana hasta entrada la noche, y en todo tiempo, la pileta de verano, a donde me mandaban a nadar y disfrutar de las tardes con el mismo grupo de pibes, y las calles por donde iba a hacer los mandados con mi abuela, ella paseando un chango lleno de mercaderías, y el kiosco de revistas de doña Leo, donde mi abuela compraba el periódico para mi abuelo (cuando éste vivía) y yo ligaba alguna revista Billiken o algún comic de superhéroes, que después leía junto a ellos en las tardes de mi primera infancia. Y como ese jueguito de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedazos de papel, que en cuanto se empapan empiezan a estirarse, a tomar forma, ponerse de colores y distinguirse, convirtiéndose en flores o casas o en personajes diversos, así ahora todas las flores del jardín de mi abuela y mi grupo de amigos y los buenos vecinos del barrio y sus casas humildes y el puestito de revistas y Ramos Mejía entero y sus alrededores también, todo eso, barrio y jardines, que van volviéndose reales en forma y consistencia, salen de mi plato de papas fritas.


Parodia de la famosa escena de la magdalena de «En Busca Del Tiempo Perdido I: Por el camino de Swann», de Marcel Proust. Si no tenés ni idea de con qué se come eso, te podés enterar de algo acá: Por el camino de Swann (Wikipedia)