miércoles, 1 de julio de 2015

Lectura pública en un banco que se convirtió en pecera


Dedicado a las víctimas de la inundación producida en La Plata entre el 2 y 3 de abril del año 2013.


La cola, ese segmento sólido de hombres y mujeres apurados, hastiados de esperar de pie, salía por la puerta principal, se curvaba en la esquina y se agolpaba sobre el lateral del banco, del lado de afuera, extendiéndose casi hasta mitad de cuadra. Tengo para una hora y media, o dos horas, pensó el hombre, resignado. El aire estaba cargado de humedad, turbio y asfixiante; no tardaría mucho en largarse la tormenta. Llenó su cuerpo, en una aspiración profunda, con esa atmósfera casi líquida, como agua en estado gaseoso, que le hizo toser. Abrió su bolso, sacó un libro y se puso a leer. Cada tanto pasaba su vista distraída por el cristal que separaba el exterior del interior, y veía sombras, siluetas como fantasmas, unas tenues, con suaves contornos, pequeñas, de cuerpos enteros en miniatura, mezcladas con otras, más borrosas, fugaces, partes de cuerpos, una cabeza o un torso agigantados, que se superponían con los cuerpos enteros y ocupaban un mismo espacio. Avanzó dos pasos. Una hora y cuarenta y cinco minutos, como mucho.

Un estruendo hizo crujir al cielo ennegrecido, estremeció en temblores al vidrio donde vibraron las siluetas, y entonces todo, los ríos y los mares, las constelaciones y los planetas, las casas y las piletas, el universo con sus ciclos que se cuentan en billones de años humanos, todo se desplomó de esos parches negros que estrangulaban al cielo. La lluvia, repentina y terrible, descendió con tal fuerza que, al hacerlo, rebotaba sobre el piso, dando la impresión de estar lloviendo de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, una tormenta que empapaba en todas las direcciones. El hombre abrazó el libro, lo metió entre sus ropas. Fue menester destrozar al ciempiés humano y hacer entrar a sus segmentos, sus partes fragmentadas y desordenadas, adentro del banco.

Gentes de ropas empapadas, zapatos embarrados, pelos chorreantes, maquillajes corridos, caras largas, muy largas, por la espera, por el hastío, por sus ropas, por sus zapatos, por sus pelos. Una señora muy vieja, con andador y el cuerpo entero hecho una gran arruga humedecida, lloraba al compás de la lluvia, gimiendo al unísono con los estallidos celestes. Eso adentro. Afuera, lo poco que se veía mostraba un espectáculo aún más desolador: el nivel del agua subía, incontenible; la esquina de 2 y 60 era ya un río estancado que crecía a cada segundo, y por 60 descendía un torrente furioso que arrastraba perros, árboles o ramas enormes, y algún que otro automóvil con el agua hasta las ventanillas. Pero la lluvia caía tan abundante que creaba una cortina de agua, limitando la visión hacia afuera, aislándolos a todos en el recinto bancario. Se le cedieron los asientos a la gente mayor, pero no alcanzaron, pues eran mayoría allí adentro. Estadísticamente, pensó el hombre, hay más posibilidades de que se produzcan un par de muertes acá adentro por la edad, que allá afuera por la tormenta. La señora muy vieja seguía llorando.

Entonces, iluminado vaya uno a saber por qué inspiración del mundo de la locura, tratando de calmar o curar vaya uno a saber qué cosa, la congoja de las personas o la furia de la tormenta, el hombre alzó su libro, lo elevó por encima de todos, lo abrió en el principio y se puso a leer en voz alta. Terminó un breve párrafo y se detuvo para mirar a los demás. La muy vieja había dejado de llorar y se esforzaba inútilmente por interpretar ese manchón sobre el libro que serían título y nombre del autor, bajo ese otro manchón que había de ser el rostro del joven que leía. Adentro flotaba algo que no era silencio, sino un murmullo, como el ruido de la estática de un televisor o una radio vieja. Bajó la vista al libro, una novela de Juan José Saer, y siguió leyendo. Afuera el nivel del agua pasaba la altura de la puerta, por lo que todos se sentían adentro de una gran pecera invertida, o como si hubiesen arrojado al banco entero al fondo del mar.

El hombre leyó una página completa y volvió a detenerse. Observó a su alrededor. El guardia de seguridad miraba confundido ese cartel de prohibiciones que se había ido agrandando con el paso del tiempo y que ya ocupaba tres cuartos de una pared, que prohibía, junto al clásico “uso del teléfono celular”, llevar gorras, lentes oscuros, zapatillas de colores brillantes, bolsos demasiado grandes, auriculares puestos, barbas sospechosas, bigotes manchados, uñas pintadas de rojo o magenta, pelo suelto las mujeres, cara de delincuente los hombres (vaya uno a saber lo que eso último significaba, era como esos caleidoscopios en los que cada uno ve formas diferentes: ellos las veían en ciertos clientes, el hombre lector las veía en todos los empleados del banco), lo miraba el guardia, decíamos, buscando alguna forma de impedirle al hombre que siguiera leyendo, pero nada decía allí sobre libros o lecturas públicas en el medio del banco. Además a las personas parecía gustarle la voz cálida, un poco enternecida, del hombre que narraba, contaba, simulando las voces de los personajes, como pareciendo ignorar que afuera el mundo ya no existía, que hasta el más alto de los edificios estaba sumergido bajo el agua, que todo lo que quedaba del planeta Tierra y sus habitantes estaba contenido allí, en esa nueva Atlántida financiera, en el banco. Teniendo en cuenta las limitadas operaciones que podían conjurarse adentro de esa pecera, era lindo escuchar la ficción de un hombre que podía pasear, desplazarse, visitar a otros; incluso la idea de un té con dos cucharadas de azúcar parecía una fantasía inalcanzable.

Quizá era de noche, quizá no. La luz, natural o artificial, había muerto, junto a la humanidad, con la tormenta. El hombre seguía leyendo, gracias a los tenues albores rosados que desprendían los billetes, los cheques, los formularios y demás papeles inútiles al quemarse en el centro del recinto bancario, mientras los oyentes, en ronda alrededor del fuego, calentándose como podían, escuchaban atentamente, sumergidos en la historia como lo estaban en el fondo del agua. Lo único que sobrevivía del mundo moderno, vaya uno a saber cómo o por qué, quizá como una gran ironía, era el cartel luminoso de leds rojos que se utilizaba para señalar el número de caja disponible. Alguno de los empleados del banco, atento seguidor de la lectura, sincronizaba el número rojo con el capítulo que estaba siendo leído en ese momento. La muy viejita se quedó dormida para siempre tras haber escuchado, como últimas palabras, «el tiempo no estaba constituido por esos días monótonos e iguales que lo llevaban a uno insensiblemente a la tumba, que corroían de un modo secreto la materia de nuestra vida, sino por esos cambios profundos, esos momentos de plenitud en los que todo el pasado indistinto y gris y el incierto futuro, parecían cambiar de sentido», con el suave rojo de la caja número 5 alumbrándole la sonrisa. Un rezo por la difunta, un responso a la muy vieja.

Dos semanas después, varias lecturas repetidas más tarde, como si el mundo, o al menos la esquina de 2 y 60, fuese una gran pileta de baño tapada que succiona lentamente el líquido que la colma, así, despacio pero incesante el agua se fue para otro lado, quién sabe a dónde, a humedecer otras sequedades o ahogar otras muertes. Con esfuerzo se abrió la puerta del banco, tupida de algas y líquenes marinos, y salieron a la vereda, a mirar un poco al mundo después de la inundación. Sobre 60 aun corría el agua torrencial, arrastrando cosas indescifrables. Ya mis ojos son barro en la inundación, que crece, decrece, aparece y se va, pensó el hombre lector, aunque sin saber muy bien por qué lo pensaba. Enterraron a la señora muy vieja, con su sonrisa tierna adornándole el rostro verde de tan descompuesto, en la rambla de 60, cruzando la calle a los saltos, con el agua por las rodillas. El sol brillaba con fuerza bien arriba, quebrando con sus rayos los pocos parches oscuros que quedaban en el cielo. En pocas horas el mundo entero estaba seco otra vez. 

Toda la humanidad había muerto ahogada, solo quedaban, sobrevivientes en su arca financiera, los clientes del banco. Los últimos hombres, un grupo de viejitos y viejitas que ya no podían perpetuar la especie. Primero amagaron con volver a formar la cola del banco, pues no sabían qué otra cosa hacer, pero luego miraron hacia arriba, al sol. Uno se fue a sentar al pasto y se puso a mirar los pájaros. Otro empezó a caminar sin rumbo, tarareando fuerte una canción de su infancia. Otros dos, señor y señora, se acercaron tímidamente y se pusieron a bailar un tango eterno en el medio de la calle, mientras un tercero marcaba el ritmo golpeando un tacho de basura. El lector, con su único libro, se disponía a releer, qué otra cosa podía hacer, cuando, de lo profundo del banco, del sector de las cajas que había escapado a su vista por lo tenue de la luz del fuego (los billetes y los cheques iluminan poco, aun cuando arden) y por su concentración en la lectura, salió, apareció, nació, creció, brotó una bella muchacha. Se miraron. Le había gustado su lectura. Yo cambiaba el número de las cajas, le dijo. Había estudiado una tecnicatura en ciencias económicas y trabajaba en el banco, pero la seducía la literatura. Le tocó la mano. Eva se llamaba. Justito el nombre, parece una joda, pensó el hombre. Le pidió que le leyera una vez más, solo a ella. ¡Oh, lector! ¡Oh, Eva! ¡Oh, humanidad! 

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