viernes, 26 de junio de 2015

Cerca de la revolución mental

Faulkner es un pez.

Si estas palabras te pudieran dar fe,
si esta armonía te ayudara a creer,
yo sería tan feliz, tan feliz en el mundo, 
que moriría arrodillado a tus pies. 
(Cerca de la revolución, Charly García) 


De entre todas las revoluciones posibles, planetarias, políticas, sociales, industriales, tecnológicas, él había experimentado, en los últimos años, una serie de revoluciones mentales a causa de la literatura. Marcas, zanjas profundas en la conciencia que separaban el pasado de algo nuevo, único, desconocido hasta ese momento. Revolucionario. Revolucionariamente. Revolucionada-mente. Mente revolucionada.

La primera revolución se llamó Borges. Lo leyó de forma prematura, casi virgen de capital cultural, antes de haber leído todo lo que debería haber leído para entender ese universo de referencias literarias, culturales y filosóficas. Pero lo poco que pudo aprehender, la corteza de toda esa profundidad, le produjo una revolución neuronal. En lo que luego se conocería entre las sinapsis y las conexiones neuronales como «la masacre borgiana», miles de neuronas murieron en un maniático frenesí, sacudidas, explotadas de emoción, confundidas otras, preguntándose “¿por qué nosotras?”, agobiadas en su intento de cargar con tanta complejidad. Lo primero que cruzó bajo su mirada, en un viaje en el colectivo 242 hacia el centro de Ramos Mejía, fue el cuento «La lotería en Babilonia», del libro «Ficciones». Siempre guardará la impresión que le causó, lo increíble de este osado señor que le presentaba, en escasas páginas, una perfecta metáfora del caos y el azar. Filosofía pura, pensó. Nada de barata; ni tampoco llevaba zapatos de goma. Siguió «La biblioteca de Babel», otra explosión psicológica de la que aún hoy, muchos años después, no se puede recomponer. Recuerda haberle contado a su novia: este tipo, este brujo de las palabras, elige un tema profundamente filosófico o metafísico o qué se yo, como El Infinito (así, con mayúsculas) o El Tiempo, y lo expande, lo investiga, lo interroga, penetra, se mete, como un relojero, o un niño desarmando sus juguetes, y se sigue metiendo, se entierra más y más y saca a la luz cosas nuevas, hasta que construye un universo autónomo de ideas, y con todo eso crea cada uno de sus cuentos. Recuerda una noche en las vísperas de un año nuevo, cuando vivía en La Plata en una casa prestada, lo que comenzó como una intención de hacer tiempo para que el dueño de esa casa, que había ido a pasar un fin de semana ahí, volviese a su otra casa en Buenos Aires, terminó con él, a las cuatro de la mañana, sentado en un banco de plaza de la puerta de una heladería ya cerrada, compenetrado con las últimas líneas de ese «Ficciones» del que no podía desprenderse, tras haber pasado, unas horas atrás, por una serie de lecturas casi ininterrumpidas en el asiento de su auto, o en una mesita al aire libre del bar Duff, donde en el resto de las mesas, grupos numerosos de personas brindaban por el nuevo año que llegaba, mientras que él, solo, con un jarro helado de Heineken al lado, viaja en tren hacia «El Sur» de la mano del viejo narrador, y lo invitan a brindar, la dueña del bar, sentada en una mesa llena de gente y cervezas, lo ve solo y lo invita, él agradece y se niega, lo siento pero no puedo dejar de dialogar con este hombre; incluso recuerda responder a un “pero estás solo”, con un “no, no podría estar mejor acompañado”. En pocos días terminó «El Aleph», completando la primera revolución. Luego, en pocos meses, agotó la obra entera, con todos sus cuentos, poemas, ensayos, y si bien ninguno volvió a trastornarle los sentidos como aquellos dos libros iniciales, si bien tras toneladas de otras lecturas que siguieron se fue alejando del anciano maestro, encontró una obra y un autor que, para bien o para mal, se harían carne en él. 

La segunda revolución se llamó Faulkner. Llegó en forma de reto, de prueba a superar. En algún lado, una clase de literatura probablemente, escuchó que habían dos autores muy difíciles, casi imposibles de leer: Faulkner y Joyce. A las pocas horas estaba sentado junto a una estufa viajando lejos, al condado de Yoknapatawpha, con una edición viejita de «Mientras yo agonizo» (siempre creyó que debería omitirse ese “yo” en la traducción), recién sacada de la biblioteca. Esta segunda revolución empezó en forma de sensación: nunca antes había sentido, al momento de leer, al narrador parado encima de su pecho, aplastándole el tórax y, cada tanto, desde esa posición tan cómoda, dándole patadas en la cabeza. Así que una novela podía ser narrada por muchos, casi todos sus personajes, cada uno contando un pedacito de la historia; incluso por el joven Vardaman, que cree que su madre es un pez. Siguió, al poco tiempo, «El ruido y la furia» y su incontable abanico de procedimientos formales que le produjeron una extrañeza única: flujos de conciencia, relatos fragmentados, saltos espaciotemporales, incluyendo toda una parte inicial espectacularmente compleja donde el narrador es un retrasado mental que cuenta sus impresiones sensoriales valiéndose de su limitada intelección. Por esos tiempos comprendió que estaba ante un autor único, diferente, experimental, complejo, profundo, ante libros que, para captarlos en su completitud, si es que tal cosa existía, debería leer y releer hasta que se le secasen los ojos. Todo esto lo confirmó cuando llegó a sus manos, por recomendación de uno de sus mejores profesores, un muy querido colega, una especie de deidad de la literatura norteamericana, el libro «¡Absalom! ¡Absalom!». Párrafos inmensos que parecen nunca terminar, con oraciones subordinadas y más subordinadas y paréntesis adentro de otros paréntesis, historias adentro de historias adentro de otras historias, un diálogo entre dos estudiantes donde uno de ellos le cuenta al otro acerca de algo, que a su vez le había contado su abuelo, y que a su abuelo se lo había contado un vecino, y que el vecino lo había vivenciado de primera mano, y ese algo es la historia de un hombre salvaje que, en un encuentro con otro hombre, le cuenta su infancia, y entonces leemos la infancia del personaje, las cosas horribles que le habían sucedido, y de golpe ¡plaf!, se rebobina la cinta y recordamos que estábamos en la habitación de una universidad, asistiendo al diálogo entre dos estudiantes. Y sin aviso salta a la charla con el abuelo. O al diálogo del abuelo con el vecino. Y así, saltos sin explicación, sin aviso, entre escenas, un libro escrito a principios de siglo XX con recursos de cualquier película moderna. Siguió «Luz de Agosto», quizá el menos complejo, el que recomendaría a cualquier lector no interesado en lo experimental. Y luego algunos cuentos, como «Una rosa para Emily», una breve muestra en clave gótica de la maestría del narrador sureño. 

Experimentó otras revoluciones menores, con una fuerza más sutil que las dos ya mencionadas. De niño, la primera, siendo muy pequeño, Quiroga y sus «Cuentos de la selva». Guarda una anécdota: transcurre en un supermercado Carrefour, está haciendo las compras con su madre, él se detiene en el área de juguetes, su madre lo autoriza a quedarse allí mientras ella va a buscar otras cosas, siempre y cuando no se mueva de ese preciso lugar, la madre se va, vuelve y él no está; comienza una búsqueda desesperada que alcanza su punto más interesante cuando su nombre empieza a sonar por el altoparlante, hasta que la madre lo ve: está en el área de los libros infantiles, emocionado, hojeando un pequeño tomito de los cuentos de la selva. El resto de las revoluciones menores, ya adulto, incluyeron a Virgilio en su «Eneida», a Rulfo y sus dos extraordinarios libros (deberá cargar, por siempre, con el peso de haber conocido a «Pedro Páramo» por su novia, pero siempre se sentirá orgulloso de que «El llano en llamas» sea todo suyo), a su querida Virginia Woolf y sus novelas experimentales de la vanguardia de entreguerras, a Vargas Llosa en su «La ciudad y los perros», a Donoso en su «El obsceno pájaro de la noche», a Conti en su «En vida» y en muchos de sus cuentos, y en el campo de la poesía, quizá una revolución más importante que todas las demás, por ser la que introdujo de forma fulminante, como un shock al ser, la poesía en su vida, el gran Vallejo. 

Revoluciones. Lo asaltan en momentos inesperados, dejan huellas perdurables, lo llenan de algo nuevo, lo transforman, lo convierten en algo que antes no era y que ya no podrá dejar de ser. Revoluciones. Nunca cesan, nunca terminan de presentarse, son el producto inevitable de su curiosidad y de la genialidad de los demás. Hay una esperando a la vuelta de la página. Nuevamente, está cerca de la revolución. Una se le aproxima. Quizá. Una de nombre… ¿Saer?

miércoles, 24 de junio de 2015

Las papas fritas de Proust

Nada de magdalenas. El verdadero invento
 francés son las papas a la francesa.
Hacía ya muchos años que no existía para mí Ramos Mejía más que como un lugar remoto y casi olvidado, cuando un día de invierno, al volver a casita, mi vieja, viendo que yo estaba cagado de frío, me obligó a que morfara, en contra de mi costumbre, un plato de papas fritas. Primero dije que no; pero luego, andá a saber por qué corno, acepté. Mi vieja me trajo unas papas fritas caseras, largas y gruesas, de formas irregulares, cortadas a mano, hundidas hasta el ahogamiento en aceite y cubiertas por una nevada de sal fina. Y muy pronto, del orto como estaba por el día de mierda que había pasado y por la perspectiva de otro aun más choto por venir, me llevé a la boca una larga papa frita que había agarrado con la mano. Pero en el mismo instante en que aquella papita, con su textura crocante, crujió en mi paladar, se me llenó el culo de preguntas, por haber captado algo muy zarpado que ocurría adentro mío. Un tremendo placer me colmó, me desgarró, sin tener la más puta idea de qué lo causaba. Y él convirtió a todas las mierdas de la vida en cosas indiferentes, sus cagadas en la nada misma y su brevedad en un chamullo, igualito a cómo funciona el sexo, cargándose hasta el tope de una esencia preciosa; pero, hablando mal y pronto, esa esencia no es que estuviera en mí, sino que era yo mismo. Dejé de sentirme un boludo, un cero a la izquierda y un muerto en vida. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan zarpada? Me daba cuenta de que iba unida al sabor de las papas fritas, pero era mucho más grosa y no debía ser la misma cosa. ¿De dónde mierda venía y qué corno significaba? ¿Cómo hacer para entenderlo? Me morfo una segunda papita, pero no me dice más que la primera; luego una tercera, y ahora menos que menos. Basta de morfar, parece que lo bueno de estas papas está decayendo. Está clarísimo que la verdad que yo busco no está en ellas, sino en mí. La papa frita la despertó, pero no tiene idea de cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad y más colesterol, ese no sé qué que no sé interpretar y que quiero volver a sentir dentro de un cachito y encontrarlo tal cual a mi disposición para llegar a una aclaración de una vez. Dejo las papas fritas y me vuelvo hacia mi alma. (¿Creo en el alma o uso el término para referirme a la porción idiota de mi cerebro?). Ella es la que tiene que cachar a esta verdad. ¿Cómo carajo? Tremenda incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que anda buscando, es el mismo rincón sucio y oscuro donde tiene que buscar, y nada le sirve para hacerlo. ¿Buscar? No sólo buscar, también crear.

Y de golpe el recuerdo aparece. Ese sabor crujiente, irregular, salado y baboseado de aceite es el que tenían las papas fritas que mi abuela Isabel me preparaba, después de cortarlas con sus propias manos y cocinarlas con su amor maternal de abuela, los sábados por la noche en Ramos Mejía (esos veranos que pasaba en su casa, los sábados que volvía tarde de la pileta de natación), cuando íbamos a cenar juntos en el comedor. Ver las papas fritas no me había hecho acordar de nada, antes de embucharlas; quizá porque, habiendo visto tantas, sin comerlas, en las cadenas de comida rápida o en los paquetes de los supermercados, su imagen se había separado de aquellos días en Ramos Mejía para engancharse con otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos que hace bocha se dejaron afuera de la memoria no sobrevive ni uno y todo se va haciendo mierda!; las formas externas, como aquellas de fálico amarillo de las papas fritas, con sus cortes y texturas, adormecidas o anuladas, habían perdido el empuje poderoso que las impulsaba hasta la conciencia. Pero cuando no queda nada del viejo pasado, cuando ya se murieron los que querías y todas las cosas yacen desparramadas como bosta, solitos, más frágiles, más vivos, más zarpados y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran como nada, y se acuerdan, y esperan, sobre los escombros de todo, y se aguantan sin caerse, en su impalpable trocito, el tremendo edificio del recuerdo.

Apenas reconocí el gusto del pedazo de papa frita crocante, aceitosa y empolvada en sal que mi abuela me preparaba (aunque todavía ni en pedo me había dado cuenta y tardaría mucho en avivarme de por qué ese recuerdo me ponía tan contento), la vieja casa color verde agua, con su puerta de madera, su jardín brotado de plantas y flores, sus verjas bajitas, con fachada a la calle Chubut, vino a mis recuerdos; y con la casa vino el barrio, el grupo de amigos de la infancia, con quienes jugábamos desde la mañana hasta entrada la noche, y en todo tiempo, la pileta de verano, a donde me mandaban a nadar y disfrutar de las tardes con el mismo grupo de pibes, y las calles por donde iba a hacer los mandados con mi abuela, ella paseando un chango lleno de mercaderías, y el kiosco de revistas de doña Leo, donde mi abuela compraba el periódico para mi abuelo (cuando éste vivía) y yo ligaba alguna revista Billiken o algún comic de superhéroes, que después leía junto a ellos en las tardes de mi primera infancia. Y como ese jueguito de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedazos de papel, que en cuanto se empapan empiezan a estirarse, a tomar forma, ponerse de colores y distinguirse, convirtiéndose en flores o casas o en personajes diversos, así ahora todas las flores del jardín de mi abuela y mi grupo de amigos y los buenos vecinos del barrio y sus casas humildes y el puestito de revistas y Ramos Mejía entero y sus alrededores también, todo eso, barrio y jardines, que van volviéndose reales en forma y consistencia, salen de mi plato de papas fritas.


Parodia de la famosa escena de la magdalena de «En Busca Del Tiempo Perdido I: Por el camino de Swann», de Marcel Proust. Si no tenés ni idea de con qué se come eso, te podés enterar de algo acá: Por el camino de Swann (Wikipedia)