Nada de magdalenas. El verdadero invento francés son las papas a la francesa. |
Y de golpe el recuerdo aparece. Ese sabor crujiente, irregular, salado y baboseado de aceite es el que tenían las papas fritas que mi abuela Isabel me preparaba, después de cortarlas con sus propias manos y cocinarlas con su amor maternal de abuela, los sábados por la noche en Ramos Mejía (esos veranos que pasaba en su casa, los sábados que volvía tarde de la pileta de natación), cuando íbamos a cenar juntos en el comedor. Ver las papas fritas no me había hecho acordar de nada, antes de embucharlas; quizá porque, habiendo visto tantas, sin comerlas, en las cadenas de comida rápida o en los paquetes de los supermercados, su imagen se había separado de aquellos días en Ramos Mejía para engancharse con otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos que hace bocha se dejaron afuera de la memoria no sobrevive ni uno y todo se va haciendo mierda!; las formas externas, como aquellas de fálico amarillo de las papas fritas, con sus cortes y texturas, adormecidas o anuladas, habían perdido el empuje poderoso que las impulsaba hasta la conciencia. Pero cuando no queda nada del viejo pasado, cuando ya se murieron los que querías y todas las cosas yacen desparramadas como bosta, solitos, más frágiles, más vivos, más zarpados y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran como nada, y se acuerdan, y esperan, sobre los escombros de todo, y se aguantan sin caerse, en su impalpable trocito, el tremendo edificio del recuerdo.
Apenas reconocí el gusto del pedazo de papa frita crocante, aceitosa y empolvada en sal que mi abuela me preparaba (aunque todavía ni en pedo me había dado cuenta y tardaría mucho en avivarme de por qué ese recuerdo me ponía tan contento), la vieja casa color verde agua, con su puerta de madera, su jardín brotado de plantas y flores, sus verjas bajitas, con fachada a la calle Chubut, vino a mis recuerdos; y con la casa vino el barrio, el grupo de amigos de la infancia, con quienes jugábamos desde la mañana hasta entrada la noche, y en todo tiempo, la pileta de verano, a donde me mandaban a nadar y disfrutar de las tardes con el mismo grupo de pibes, y las calles por donde iba a hacer los mandados con mi abuela, ella paseando un chango lleno de mercaderías, y el kiosco de revistas de doña Leo, donde mi abuela compraba el periódico para mi abuelo (cuando éste vivía) y yo ligaba alguna revista Billiken o algún comic de superhéroes, que después leía junto a ellos en las tardes de mi primera infancia. Y como ese jueguito de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedazos de papel, que en cuanto se empapan empiezan a estirarse, a tomar forma, ponerse de colores y distinguirse, convirtiéndose en flores o casas o en personajes diversos, así ahora todas las flores del jardín de mi abuela y mi grupo de amigos y los buenos vecinos del barrio y sus casas humildes y el puestito de revistas y Ramos Mejía entero y sus alrededores también, todo eso, barrio y jardines, que van volviéndose reales en forma y consistencia, salen de mi plato de papas fritas.
Parodia de la famosa escena de la magdalena de «En Busca Del Tiempo Perdido I: Por el camino de Swann», de Marcel Proust. Si no tenés ni idea de con qué se come eso, te podés enterar de algo acá: Por el camino de Swann (Wikipedia)
Lo disfruté mucho, Damián. Por fin me saqué las ganas de leer algo tuyo.
ResponderBorrarEl nombre de Proust me sonaba, pero nada más. Ahora me despertaste curiosidad y, por lo pronto, estoy leyendo todo lo relacionado con él en Wikipedia.
Como comentario al margen, ¿no consideraste escribir en Medium.com en lugar de Blogger? Parece ser lo que está de moda, además de ser visualmente más estético y tener un formato más moderno.